María Rodríguez, subdirectora del Área Terapéutica de Alzheimer Zamora, intervino en la mesa «Conflictos éticos al final de la vida» del VII Congreso de la Fundación Grupo Develop con la ponencia «Ética en enfermedades neurodegenerativas: demencias», tras la cual, comparte esta serie de reflexiones en forma de artículo.
María Rodríguez Poyo
Hablar de ética es poder dar respuestas justificadas a interrogantes de lo que se debería o no se debería hacer; conocemos la existencia de unos mínimos ante conflictos comunes, esos mínimos nos los aporta la bioética, sin embargo, algunos de ellos no pueden ser aplicados a esta población. La adaptación a las características de la enfermedad y a la más profunda idiosincrasia de la persona y su entorno familiar, sería lo más adecuado. De esa manera, deberíamos hablar de principios que contemplen diferentes y fundamentales áreas de la persona y podrían ser principios psicosociobioéticos.
Desde el momento del diagnóstico y hasta el final de la enfermedad, nos enfrentamos a un continuo desafío a la hora de tomar decisiones éticas. La evolución y fase final se convierten en años complejos de un continuo “¿qué quiero?, ¿qué querría?, ¿qué sería lo correcto?, ¿cómo lo viviría?” La falta de conciencia de enfermedad, el deterioro en áreas como la memoria, la capacidad de razonamiento, la ausencia de valoración de consecuencias, se convierten en una carga pesada para aquel que lo cuida, ese de quien no debemos olvidarnos en cada una de las decisiones.
El binomio enfermo/cuidador en ocasiones es tan indisoluble que la aplicación de principios como el de beneficencia, claro por otra parte, nos lleva al cuestionamiento, ¿hasta qué punto lo que beneficia al enfermo, perjudica al cuidador?
Lo que sí es claro, y debemos exigirnos como profesionales, es el conocimiento más completo de la persona, sus valores y la evolución de los mismos, sobre lo que entiende o entendía acerca de su identidad, sobre lo que entiende o entendía sobre su calidad de vida, su pasado, sus relaciones, intenciones, entorno familiar, el rol que ocupa en todo ello.
Sin pretender dar respuestas concretas a cuestiones complejas, lo que es importante es todo aquello que nos preguntemos, esto nos ayudará a acercarnos a mejores resoluciones, a centrarnos en la persona y en su esencia como tal. De manera que, hasta qué punto…
– ¿Es adecuado ofrecer un diagnóstico a alguien que no tiene conciencia de los síntomas?
– ¿Se obvia u omite la sintomatología inicial?
– ¿Se habla y se traslada los efectos reales del tratamiento?
– ¿Se busca el equilibrio entre riesgo y disfrute de la libertad?
– ¿Hay preocupación por saber cuáles hubieran sido los deseos o preferencias de la persona?
– ¿Se da una disolución de la persona con su historia de vida?
– ¿Conocemos cuál es la calidad de vida percibida por el enfermo en lugar de suponerla?
– ¿Se exploran las capacidades del enfermo para tomar decisiones concretas, por sencillas que sean?
Para finalizar, podemos pensar en lo que de alguna manera sería lo idílico: tener un conocimiento íntegro de la persona afectada; identificar el problema, el por qué y el para qué; hacerlo de una manera interdisciplinar junto con la familia para, a partir de ahí, tomar decisiones que podamos justificar; realizar una valoración de las consecuencias y un seguimiento con el que poder afrontar las nuevas situaciones; que todas las personas que intervengan conozcan en profundidad la sintomatología de las demencias; manejar variables como la empatía o la escucha, humanizar las relaciones; crear un equilibrio de bienestar entre el enfermo y el familiar; y, por último, formar a los profesionales en el ámbito de la ética.